Mi alma, un alma que sufre y es
noche triste entre los míos.
Perdí mi muñeca a los siete del día siete. Casi
por error la extravié en la punta de la bota de un oficial. Dejé, desde aquella
noche, de vestir con papeles esa figura esbelta de aquella mujer de cabello
rubio, ojos celestes y piel morena; entonces, empecé a desgranar choclos, pelar
papas, matar gallos, cerdos, y a sacar a los corderos del rebaño, llevármelos
hasta el fogón, cocinarlos, para que los perros que ladran y hablan se los coman.
Entraron a casa cuando mi papá dormía. Ahora comen y aúllan, cagan y muerden… disparan.
En el pie un llanque, en la espalda una alforja
más grande que mis siete, en la memoria un odio inmenso a todo aquello que
abusa, y una independencia que no la tienen los perros. El último perro bueno
que me comí como cordero me lamía en señal de hambre y libertad.
Hoy no tengo muñeca ni perro, pero tengo libertad. Miro el horizonte
porque en él está mi destino y no en las manos de quien con la bota me
gobierna.