Por Marisa Glave

Pero esta reacción de calificar
de “terruco” a quienes hemos sido elegidos democráticamente siendo de izquierda
no es un simple arrebato; esconde algo muy profundo. Cuando surge el insulto
racista “cholo de mierda”, por ejemplo, estamos ante la expresión actual de una
larga historia irracional de discriminación y desprecio. Cuando se dice terruco
se destapa el odio que algunos sienten por cualquier idea de sociedad distinta
a la de ellos. Los que creemos que esta sociedad es injusta y que se deben hacer
esfuerzos por cambiarla, somos para ellos, terrucos. Sin importar si nuestros
principios zanjan radicalmente con el uso de la violencia y la muerte. Y sin
importarles también que hemos sido víctimas de Sendero Luminoso, que asesinó a
muchos de nuestros dirigentes y militantes, entre ellos a María Elena Moyano, a
la que si estuviera viva probablemente llamarían terruca.
Pero esta semana otra mujer,
campesina, quechua-hablante, fue presentada como “terruca” y a sus hijos (uno
de 10 meses) como “liberados” de un campo de adoctrinamiento. Los medios
pusieron a los niños en portada, después de un show mediático, cargados por la
ministra de la mujer y la primera dama.
Gracias a la valentía de un padre
y un Alcalde nos enteramos de dos cosas. La más terrible, que el saldo de la
operación de “rescate” era una niña muerta. La otra que los niños no estaban
secuestrados y la madre no era senderista; al contrario era una víctima.
En nuestro país, años atrás, el
ejército asesinó a hombres, mujeres,
incluso niños, pensando que algunos eran “terrucos” y que el resto los
apoyaban. Hoy una niña resulta muerta luego de un operativo militar-policial y
no nos dicen qué pasó; y sus hermanos
son presentados como “liberados” de Sendero. ¿No aprendimos nada?
Los representantes políticos, a
todo nivel, debieran tener mucho cuidado al señalar a alguien de “terruco”.
Crear brechas innecesarias, fronteras entre peruanos, es la peor forma de
enfrentar la violencia. Si queremos que la historia no se repita, tengamos
memoria. Violar los derechos humanos equipara al Estado con las organizaciones
que hacen del terror y la muerte su arma política.